El caprilismo

Industria musical da positivo para Covid-19


Por Marcel Márquez

Hasta el momento pareciera irreversible el impacto que ha tenido para la economía mundial la propagación del Covid-19, virus que comenzó su expansión por el mundo luego del primer brote epidémico en la ciudad de Wuham, China, a finales del año pasado.

Al principio, a occidente y a muchos países les costó ver más allá de sus narices, desestimando la posibilidad de que la epidemia se convirtiera en un caos sanitario a nivel mundial, generando una pandemia y una pausa inédita en todo el planeta.

La segunda quincena del mes de marzo fue decisiva, por lo que se encendieron las alarmas de muchos países, los cuales declararon cuarentena y un estado de excepción instaurado con distintos eufemismos. En muchos casos fue de carácter indefinido, lo que ha generado un profundo impacto en la economía mundial con consecuencias devastadoras, incluyendo incrementos en despidos masivos que generalmente apuntan directo a la población más vulnerable del tejido social: obreros, asalariados y trabajadores informales, a quienes –ya en condiciones normales– se les vulneran sus derechos laborales y sistema de protección.

La industria musical ha sido una de las principales economías afectada durante esta emergencia sanitaria inédita en la historia, lo que ha generado impactos implacables en la base de la pirámide, conformada por artistas, servicios técnicos, servicios de transporte, catering, hospedajes y una cantidad de eslabones, que con trabajo de hormigas hacen posible la cadena del universo del espectáculo. El otro extremo, la punta de la pirámide, que se alimenta –a su vez– de escenas locales e independientes y está conformada por los grandes sellos discográficos, servicios de streaming y monstruos de la industria digital como Applemusic, Spotify, Googleplay y Amazonmusic, transitan la crisis de una forma distinta como consecuencia del confinamiento, incrementando suscripciones y plays cada segundo en todos los países donde han sido rentables sus servicios antes y durante la pandemia.

La principal causa del quiebre de la economía de los espectáculos en vivo se debe al distanciamiento social como medida preventiva ante el brote de la epidemia. Los festivales musicales masivos más relevantes a nivel mundial desde inicios del mes de marzo comenzaron a anunciar reprogramaciones, como el Coachella y el español Primavera Sound, o suspensión definitiva de sus eventos, como es el caso del Glastonbury.

El primero en dar el paso al frente fue el South By South West, un encuentro anual de música y cine independiente en Austin, Texas, donde confluyen desde hace más de tres décadas los protagonistas de la escena alternativa del entretenimiento global. A principios de marzo y a pocos días antes de su apertura, los directores ejecutivos del festival tomaron la firme decisión de suspender el evento sin el rembolso de las entradas, argumentando que el seguro del festival no cubría pandemias y respaldándose en las cláusulas de los boletos.

“Creo que serán los últimos en volver”, afirmó refiriéndose a los festivales el especialista en bioética y políticas de salud Zeke Emanuel para un panel sobre las consecuencias de la pandemia organizado por el New York Times. Emanuel sostiene que no comprende cómo algunos festivales de esa magnitud, esperanzados, pueden posponer para octubre y los meses de otoño, cuando la posibilidad más optimista que vislumbra en sus análisis es para finales del 2021.

Una reseña publicada el 13 de marzo sobre este panel y la situación de distintos festivales masivos el periódico español El País, concluye con una cita nada alentadora suscribiendo las palabras de uno de los más grandes agentes de contratación de Inglaterra: “No creo que veamos más shows en directo hasta el 2021. Si algún promotor sigue existiendo entonces”.

Catarsis vía livestreaming

Al principio del confinamiento mundial, como una forma de catarsis, una gran cantidad de personas sintieron la necesidad de abrir una ventana hacia el mundo exterior a través del livestreaming. Las transmisiones en directo que ofrecen como opciones distintas plataformas y redes sociales de músicos, djs, cocineros, instructores de yoga, pintores, mecánicos y una gran diversidad de personajes que, a través de su oficio, hacen catarsis a través de la pantalla de la computadora y, a la vez, ofrecen elementos de distracción a los usuarios de internet durante la cuarentena.

Mientras escribo, la oferta de livestreaming de mis redes sociales es invasiva, al punto de saturarme de opciones que convierten en un caos mi capacidad de selección. Me decanto por la invitación que hace dj Nickodemus desde New York, pero no estoy muy seguro si conquiste mi atención más de cinco minutos, cualquier cosa que se produzca en estos días en una transmisión vía internet corre el riesgo de convertirse en un lugar común y un constante déjà vu.

En ese sentido, se va delineando una nueva forma de espectáculo a distancia que traslada mi memoria al año 2018, cuando descubrí la producción de “Cercle”, que lleva productores de música electrónica a los lugares más remotos del planeta, enganchando al espectador en una especie de conexión onírica con el artista. Sin embargo, es muy pronto para convertir especulaciones en certezas ante el futuro incierto de la industria musical.

Esta imagen distópica que nos sugiere el presente, en la que el espectáculo de la música en vivo se reduce exclusivamente a las transmisiones vía internet, es descrita detalladamente por el filósofo español Paul B. Preciado en su ensayo sobre la Covid-19 “Aprendiendo del virus”, publicado en el El País el 28 de marzo del 2020: “El domicilio personal se ha convertido ahora en el centro de la economía del teleconsumo y de la teleproducción. El espacio doméstico existe ahora como un punto en un espacio cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google, una casilla reconocible por un dron (…) nuestras máquinas portátiles de telecomunicación son nuestros nuevos carceleros y nuestros interiores domésticos se han convertido en la prisión blanda y ultraconectada del futuro”.

Paul Preciado realiza un profundo análisis sobre la pandemia a partir del concepto de biopolítica creado por el filósofo francés Michael Foucault, la mirada de su colega Roberto Espósito y la antropóloga Emily Marin. Partiendo de la relación de poder con el cuerpo social e individual, Preciado nos va develando cómo a través de la pandemia el Estado convierte nuestros cuerpos en fronteras, las mismas que delimitaban en un mundo prepandemia la libre circulación de seres humanos por el mundo.

Esta nueva frontera es el cuerpo, que ahora no nos permite el contacto físico con otros seres humanos y convierte nuestro hogar en una “Telerrepública”, como afirma el filósofo. El  sujeto que la Covid-19 fabrica “no tiene piel, es intocable, no tiene manos. No intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta de crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene máscara (…) la máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un pixel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que Amazon puede enviar sus pedidos”, destaca Preciado.

Esta “Telerrepública” comenzó a diseñarse desde el siglo XX como un laboratorio en el que se inventaban nuevos dispositivos de control social. A partir de su investigación, Preciado puntualmente describe el funcionamiento de la Mansión Playboy, donde Hugh Hefner permaneció internado generando millones de dólares, inclusive desde su cama, durante casi 40 años, convirtiendo su habitación en una plataforma de producción multimedia. Una línea directa de teléfono, equipos de audio y un circuito cerrado de cámaras le permitían controlar todo lo que sucedía en el resto de la casa con las conejitas para generar contenido y semanalmente enviar decenas de cintas de audio, video y fotografías a su gran imperio mediático.

Lo que hace cinco décadas parecía la vida excéntrica de un empresario multimilllonario, es la manera de comunicarnos con el mundo exterior que el presente nos impone, convirtiéndonos en reclusos voluntarios de nuestras propias cárceles-hogares. Ante el panorama distópico de biovigilancia cibernética que nos sugiere Paul B. Preciado, en el que los Gobiernos nos conducen al teletrabajo, la teleproducción y el teleconsumo para mantenernos controlados vía satélite las 24 horas, el filósofo plantea redimensionar una mirada más crítica hacia las redes sociales, comprendiendo que también son instrumentos de biovigilancia y no simplemente dispositivos de comunicación.

Futuro incierto

Mucho antes de la creación de los grandes festivales masivos de rock, a finales de la década del sesenta, como el Monterrey Pop Festival (1967/EE.UU.), el Festival de la Isla de Wigth (1968/Reino Unido) y Woodstock (1969/EE.UU.), era inconcebible reunir más de diez mil personas en un acto musical. Tal vez el Newport Jazz Festival se acercó a esa cifra en sus primeras ediciones, antes del gigante Monterrey Pop Festival. A partir de aquel momento y en el transcurso de los próximos 50 años la industria del espectáculo musical en vivo fue en un acelerado ascenso conformando una gran maquinaria mercantil impulsada por la publicidad y los medios de comunicación, incluso superando las ganancias del formato físico (discos) que en un principio era el sostén más rentable de la industria.

De la década de los noventa en adelante, con la creación de grandes festivales como Lollapaloza, Tomorrowland, Ultra Music, Burningman, Fuji Rock y la consolidación y el crecimiento de gigantes como Glastonbury y Roskilde, la industria de la música en vivo se convirtió en un gran nicho de inversión de las grandes transnacionales, movilizando una gran maquinaria de capitales de diferentes sectores, como el turismo, el transporte, la gastronomía, la moda, el cine y la televisión.

Hasta finales de febrero las agendas de cada uno de estos festivales seguían su curso, programación de grillas, ventas de boletos, promociones, preventas, distribución de merchandising, toda la preproducción natural de sus ediciones en años anteriores. En aquel momento la Covid-19 era un virus extranjero, para muchos el “virus chino”.

Durante las dos primeras semanas de marzo la situación cambió, la emergencia sanitaria llegó a Europa, después a América y se esparció por el mundo. Comenzaron las cancelaciones y reprogramaciones; muchos vimos asombrados cómo el 16 de marzo el Festival  Vive Latino abrió sus puertas cuando festivales mucho más grandes y longevos habían tomado decisiones determinantes de suspensión.

Hoy no sabemos cuál es la dirección de estos proyectos que durante años movilizaron la industria musical y crearon un ecosistema sustentable alrededor de los procesos creativos de miles de artistas, dirigidos a un público de millones de personas que generaron empleo durante muchos años, a una parte importante de la población en cientos de ciudades del mundo.

Es temprano todavía para generar hipótesis y especulaciones sobre el rumbo de la industria musical que, en distintos momentos de la historia, sufrió cambios radicales, como la llegada del Compact Disc, el internet y más recientemente las plataformas de streaming. En el caso puntual de la Covid-19, la mudanza de la industria musical dependerá de las consecuencias de la pandemia y cómo esta afecte al sistema económico, la sociedad y al planeta en general.

Surgen, entonces, algunas de las tantas interrogantes que irán siendo planteadas a partir de este momento: ¿se cierra un ciclo que comenzó aquella tarde de 1967 con el Monterrey Pop Festival? ¿La industria musical se dirige a la teleproducción y el teleconsumo desde la “Telerrepública” de nuestras casas? ¿Volverá a ser el formato físico la principal fuente de ingresos de la industria? Como estas tres, en los próximos meses se irán develando cientos de preguntas para comprender ese futuro incierto del ecosistema musical.

La situación local

Dentro de las complejidades de la economía que Venezuela viene atravesando desde hace más de un lustro, durante los últimos meses prepandemia algunos sectores se sintieron aliviados ante un confuso flujo de divisas naturalizado que comenzó a generar ingresos entre algunas personas, para quienes en años anteriores era imposible acceder a la moneda extranjera.

Comenzaron a surgir economías culturales principalmente, en la ciudad de Caracas, como garages con programación semanal de DJ y músicos (donde además ofrecían cervezas artesanales y comidas), circuitos de bares en el eje cultural de la ciudad, bares con programación fija, fiestas y actividades itinerantes por colectivos artísticos, inauguraciones de exposiciones con DJ y una agenda cultural independiente que iba en ascenso semanalmente.

Nuestra industria musical comenzó a tomar impulso después de muchos años. Aparecieron carteles promocionales en la principal autopista de la ciudad con artistas internacionales que tenían años sin pisar escenarios venezolanos, como el caso de Jerry Rivera y Gilberto Santa Rosa; Los Cafres eran cabeza de cartel de la segunda edición de un evento que prometía ser uno de los más grandes festivales de música alternativa de la década en el país, el Sunset Roll Festival en Puerto la Cruz. Y como estas experiencias, cientos de proyectos, algunos en desarrollo y otros en incubadoras de ideas, que quedaron paralizados desde la tarde del sábado 14 de marzo cuando en cadena presidencial fue decretada una cuarentena nacional hasta nuevo aviso, debido a la emergencia sanitaria generada por la Covid-19.

Igual que en el resto del mundo, pero en menores dimensiones, el ecosistema de la música y todos los eslabones que la hacen posible también se han visto afectados en Venezuela. Muchas familias dependen de ingresos provenientes de espacios vinculados directa o indirectamente al circuito musical venezolano. Es importante y oportuno profundizar el impacto directo que la pandemia ha generado en cada uno de estos trabajadores y trabajadoras dependientes, a través de encuestas, organización de datos, estrategias de acción inmediata y medidas de protección económica y social de la población que depende de estos circuitos, lo que permitiría evaluar el estado de la industria y diseñar planes certeros para su fortalecimiento. En algunos casos como España, y otros países de Europa, ya dieron un paso al frente tomando medidas urgentes en el área para contrarrestar las consecuencias que va dejando la emergencia sanitaria en el sector musical, trabajos ya adelantados que pueden servir como referencia para la situación local.

Es el momento de buscar una oportunidad en la crisis y convertirla en un laboratorio que redimensione nuestra industria musical, que durante años cuando comienza a pasar del gateo a dar sus primeros pasos, por alguna circunstancia, siempre vuelve al útero materno. Durante esta pausa mundial la historia nos da el beneficio del tiempo extra para la reflexión, en el que se vuelve urgente la conexión de todos los actores del ecosistema musical que ha ido mutando desde el primer brote viral de la Covid-19.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista cultural Mentekupa. 

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