El caprilismo

El diario del año de la peste, del 1665 al 2020



Contagio, el film de Steven Soderbergh de 2011, ha revivido en millones de pantallas en todo el mundo. Es una muestra de nosotros mismos en 2020 combatiendo en desventaja contra un virus, aun con toda la ciencia y el conocimiento de nuestro tiempo. Pero es ahora, mucho más que el día de su estreno, que su frase promocional tiene la mejor pegada: Nada se expande como el miedo. Así es El diario del año de la peste de Daniel Defoe. Nos retrata en 1665, llenos de espanto frente a la peste bubónica, sin la ciencia y el conocimiento, pero con las mismas angustias y las mismas miserias.

De entre los libros que el covid-19 ha desempolvado, La peste de Albert Camus, El decamerón de Giovanni Bocaccio, Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, y varios más, El diario… de Defoe sobresale por su realismo, porque anda por la calle mirándolo todo como cronista, como reportero periodista. Por eso nos sirve para nuestra historia de noticias.

El también autor de Robinson Crusoe, había vivido en Londres de niño cuando la peste asoló la ciudad, y al parecer, con los pocos recuerdos y los diarios de su tío Henry Foe, escribió el libro en 1722 cuando vio llegar una nueva epidemia a Marsella. La novela, un relato en primera persona, si bien de ficción, es un esfuerzo de realismo. No nombran al coronavirus, pero está en todas las páginas.

Era la peste la enfermedad y apestados los enfermos. Sobre el origen de la enfermedad eran más ignorantes que nosotros, aunque no mucho más. No se debatían entre murciélago y culebra, presentían que eran «efluvios de la tierra», ratas y moscas. Era una bacteria, se supo siglos después, la misma que provocó varias pandemias desde el año 500 D.C., la Yersinia pestis. Mató a 100 mil ingleses entre 1665 y 1666, pero el debate del origen de la enfermedad llegó insólitamente hasta el 2016, cuando una prueba de ADN cerró el caso.

Lo que nos hace ver el protagonista de Defoe es que, como somos los mismos, las noticias son las mismas. Las estadísticas se llevan con el mismo detalle, tablas por parroquias se levantan igual. Pero cuando Defoe escribe ya un cambio había notado:

…carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer. Las informaciones de esa clase se recogían de las cartas de los comerciantes y de otras personas que tenían correspondencia con el extranjero, y sólo circulaban de boca en boca; de modo que no se difundían instantáneamente por toda la nación, como sucede ahora.

El debate nacionalista, las culpas, de dónde vino el mal, también ocuparon las conversaciones:

Ya se había mostrado muy violenta allí en 1663, sobre todo en Ámsterdam y Rótterdam, adonde había sido traída según unos de Italia, según otros de Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca; otros decían que la habían traído de Candia, y otros que de Chipre. Pero no importaba de dónde había venido; todo el mundo coincidía en que estaba otra vez en Holanda.

Los dramas se repiten, el querer ocultar un contagio, que es un doble drama, también se vive. Así lo relata Defoe los largo de varios pasajes del libro:

Sus familiares trataron de ocultar el hecho tanto como les fue posible, pero el asunto se divulgó en boca de los vecinos (…) se empezó a sospechar que la peste estaba entre los habitantes de esa zona, y que muchos habían muerto de ella, aunque se trataba de ocultar el hecho al público. Era muy mala época para estar enfermo, porque si alguien se quejaba, de inmediato se decía que estaba apestado.

Y todos querían salvoconductos. Entonces se agolpaban en la calle, hoy hasta en internet.

La multitud se apiñaba para conseguir pases y certificados de salud como si viajaran al extranjero; porque sin esos documentos no se permitía a nadie atravesar las ciudades por los caminos…

La vida o la economía, otro gran debate de hoy día, durante la gran plaga de Londres. Al parecer la segunda opción siempre resultó mala apuesta. Defoe mismo a través su personaje andante reflexiona varias veces al respecto:

Tenía ante mí dos importantes asuntos: uno era sostener mi tienda y mis negocios, que eran considerables, y en los que había embarcado todo lo que poseía en el mundo; el otro era la protección de mi vida ante una calamidad tan funesta como la que yo veía caer ostensiblemente sobre la ciudad entera…

Vinieron luego los despidos, otro drama que recorre El diario del año de la peste:

La verdad es que la situación de los sirvientes resultaba muy triste, como tendré ocasión de expresar otras veces, porque era de prever que un número prodigioso de ellos sería despedido, como efectivamente sucedió. Y perecieron en abundancia, especialmente entre aquellos a quienes los falsos profetas habían ilusionado con la esperanza de que sus amos no los abandonarían y los llevarían al campo con ellos; y como no se había previsto ayuda pública para estas criaturas miserables, cuyo número era excesivamente grande (como fatalmente debe ser en casos de esta naturaleza), ellos estaban en peor condición que cualquiera.

Hubo en esa época muestras de caridad. El relato de Defoe, impregnado de su religiosidad en todas sus páginas, narra las ayudas que se dieron. Y también narra algo que, aunque increíble, lo vemos en nuestro tiempo casi como una caricatura de aquellas miserias.

Yo vivía más allá de Aldgate, a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, en la mano izquierda o lado norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado ese lugar de la City, mi vecindad siguió muy tranquila. Pero en el otro lado de la ciudad la consternación era muy grande; y la gente rica, en particular la nobleza y la alta burguesía de la parte occidental de la City, abandonaba en masa la ciudad con sus familiares y sirvientes, de manera inusitada.

A estos irresponsables le siguen otros, lo enfermos irresponsables. También los hay, entonces y ahora:

Esto llevó a la gente a inventar todo tipo de estratagema para evadirse de las casas clausuradas, y llenaría un pequeño volumen registrar las mañas empleadas para velar los ojos de los guardias, para engañarlos y para escapar, mañas de las que surgieron frecuentes reyertas y algún daño.

Anotemos por último el horror inesperado, los muertos insepultos. Esos años de 1665 y 1666 se hizo comun esperar la carreta que cargaría los muertos del día, a veces abandonados en las calles. Hoy un asunto inimaginable si no fuera porque ya lo vimos en Guayaquil. Y luego a fosa común, en Londres de 1665, y en la Nueva York del 2020.

Durante el primer período de la epidemia yo andaba libremente por las calles, cuidándome siempre de no correr grandes riesgos, salvo cuando se cavó la gran fosa en el cementerio de nuestra parroquia de Aldgate. Se trataba de una fosa terrible y no podía dominar mi curiosidad. La primera vez que la vi tenía unos cien pies de largo, quince o dieciséis de ancho y una profundidad de más o menos nueve pies. Pero más tarde se dijo que una de sus partes se había cavado hasta casi veinte pies de profundidad, y que el agua impedía llegar más lejos.

La lectura de El diario del año de la peste también permite encontrarse con los mismos fake news de hoy, con la batalla de recetas de remedios para la cura, la gratitud con los médicos que se entregaron a su tarea y el reproche a los que abandonaron en el peor momento, con las estadísticas, la esperada hoja semanal y el aplanamiento de la curva: «…y aunque había un numero infinito de enfermos, cada vez fueron muriendo menos, y el inmediato registro semanal indicó una disminución de 1.843 muertos. Una sensible caída, en verdad». Defoe, devoto, cierra entonces su diario con una estrofa de agradecimiento:

Una terrible peste hubo en Londres
En el año sesenta y cinco
Que arrasó con cien mil almas
¡Y sin embargo estoy vivo!


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