El caprilismo

Covid-19, Agamben y «el riesgo que no se podía especificar»


Por Lenín Brea

La pandemia de Covid-19 ha disparado una ingente producción político-intelectual, cosa que, a pesar de las diferencias en cuanto a compromiso, rigurosidad y potencia que hay entre los productos, me parece del todo celebrable. Lo celebro porque tal proliferación expresa el deseo de advenir sobre la situación y sus consecuencias. Sin embargo, si las aplaudo en su conjunto, no estoy de acuerdo con todas.

Entre ellas, hay una que me parece profundamente desafortunada. Se trata de la serie de textos que Giorgio Agamben ha publicado, creo que originalmente en varios medios digitales italianos, pero que, en todo caso, se puede seguir en el portal Lobosuelto y otros espacios similares.

Su última publicación se titula: “Una pregunta”, la interrogación a que refiere es como sigue: “¿Cómo puede ser que un país entero [Italia] se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta?”.

Enunciada la pregunta, Agamben aclara que las palabras que utilizó para formularla “fueron consideradas cuidadosamente una por una”. Inmediatamente, como para que no nos vayamos a extraviar en la respuesta, lo que acarrearía graves consecuencias para el que se equivoque, la responde:

“La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que –sin darse cuenta o pretender no darse cuenta– el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado”.

Entiendo que en Italia se cruzó el umbral entre humanidad y barbarie, de forma definitiva, en el momento en el que todos los italianos abdicaron, sin darse cuenta o haciéndose los locos, a su capacidad de fijar el límite a partir del cual se está dispuesto a renunciar a las propias prerrogativas éticas y políticas.

Además, es de resaltar que el autor no está realizando una pregunta cognitiva y de hecho no está formulando pregunta alguna.

Lejos de eso, usa la pregunta para emitir un juicio moral y político universal (válido para todos los italianos) y cuasiobjetivo (pues, el límite en está dado, como un hecho muy simple, para el universo en cuestión) sobre la responsabilidad de cada miembro del todo en el advenimiento de la barbarie. Este juicio es definitivo, en el sentido de que no admite apelación ni querella. La elección que propone es sencilla: o los italianos “tienen que estar de acuerdo” o su culpa se verá agravada.

En lo que sigue Agamben se dedicará a distribuir culpas a diestra y siniestra. Aunque es algo tortuoso, es necesario seguir a este paradigma de la acción ética y política en sus apreciaciones.

La culpa, los culpables, el juez-acusador y la expiación

La culpa de este “fenómeno” (el paso a la barbarie, el derrumbe ético y político) la tendría, según Agamben, en parte la ciencia, al distinguir la nuda vida de la vida espiritual. También tiene su parte la Iglesia católica y en particular el papa, “que ha olvidado que [san] Francisco abrazó a los leprosos”. Además, la tienen los políticos italianos por implementar el estado de excepción como una forma normal de Gobierno, y los juristas, quienes permanecen en silencio ante la llegada de la barbarie… pero sobre todo la culpa la tienen los italianos, Agamben incluido.

¿Por qué la culpa principal la tendría la totalidad de ciudadanos italianos? Porque han actuado y actúan dominados por el miedo que, asegura Agamben, “es un mal consejero”. Prefieren salvar su nuda vida, su vida biológica, antes que su vida espiritual, de ciudadanos, sin la cual aquella otra no tiene sentido.

Pero la culpa no termina ni empieza con haber permitido el imperio del miedo, en un artículo anterior el autor asegura que todos los italianos han caído en un vil y hasta vulgar engaño: la epidemia del Covid-19 sería un invento del poder para lograr sus fines de dominación mediante la implementación del estado de excepción.

Aclaremos, lo que haría culpables a los italianos, según Agamben, no sería ni el miedo en tanto que pasión, ni la ingenuidad del que es engañado. Son culpables, más bien, por no anteponerse al miedo a perder su nuda vida, con lo cual la culpa recae en la cobardía, además, serían culpables porque tendrían un miedo injustificado, dado que han actuado con base en “un riesgo que no se podía especificar” y acicateados por lo que dicen interesadamente las autoridades y los medios de comunicación.

Más que haber sido engañados se habrían dejado engañar, más que actuar con base en un riesgo indeterminado habrían preferido actuar con base en un miedo irracional e inoculado, más que haber elegido vivir plenamente, habrían optado por reducirse a la situación de quien está conectado a un respirador artificial.

Hasta aquí tenemos muchos culpables, pero en realidad se reparten en dos grupos. Los que son culpables por ejercer el poder o no hacerlo, y los que son culpables porque no han resistido al ejercicio del poder, bien porque habrían preferido sucumbir al miedo, bien porque se habrían dejado engañar. Una vez más, aclaro: los que pertenecen al segundo grupo no serían culpables porque se haya ejercido poder sobre ellos, sino porque habrían preferido, por miedo a perder su nuda vida o por comodidad, someterse al poder y, con esto, habrían autorizado la barbarie.

Ahora bien, ya sabemos, grosso modo, quién tiene la culpa (todos los italianos, incluido Agamben, por una parte; los que han ejercido el poder de engaño e intimidación, por la otra) y cuáles son los pecados (la cobardía y la estupidez, de un lado, y el ejercicio del poder, por el otro), ya sabíamos quién se levanta, no para acusar (un acusado siempre puede ser inocente), sino para distribuir y asignar culpas.

Podemos denunciar, entonces, cierta bajeza presente en todo el texto, desde el mismo inicio hasta su final, y de la que pueden encontrarse trazos a lo largo y ancho de la “obra política” de nuestro mentor parabolano.

¿Cómo es que lo que era una pregunta hecha a un lector comprometido con su respuesta terminó siendo un juicio absoluto e implacable, en el sentido de que se vierte sobre todos los italianos sin que sea posible rebatirlo?

Agamben pensó mucho y pensó bien la pregunta que nos convoca, y no obstante en su formulación no aparece por ninguna parte que, según lo aclara inmediatamente adelante, no toda la sociedad se derrumbó ética y políticamente ante la enfermedad, “sin darse cuenta” habría también quienes participaron de esto “sin pretender darse cuenta”.

A esta gente que se hace la loca se le suman en el agravamiento del pecado otras: las que “repiten” de “mala fe” que la situación jurídica es temporal –y según Agamben no hay otra manera de decir esto que no sea una repetición de mala fe [1]–, y aquellos que dicen sacrificarse con base en principios morales, quienes vendrían a ser como el nazi Eichmann.

Así, la culpa sería de todos, incluido Agamben, pero sería más grave la de aquellos que fingen no saberse culpables y, en grado sumo, la de quienes planteen posibles objeciones a nuestro obispo, por no hablar de la Iglesia católica, los políticos, juristas, médicos y científicos en general, cuya culpa es ya insufrible.

Determinados los culpables y sus tipos, su culpa en distintos grados, y el juez-acusador, queda, por supuesto, la cuestión de la expiación o el castigo.

¿Cómo expiar estos pecados?, ¿demanda el autor sacrificios, castigos, retribución, acción?, ¿demanda a sus compatriotas que arriesguen su nuda vida para defender la “vida verdadera” y la civilización?, ¿quiere traer al frente y contra el estado de excepción en que vivimos el verdadero (auténtico o efectivo, según la traducción) estado de excepción, del que habla Benjamin en la octava tesis sobre la representación de la historia? [2]

En realidad es difícil decirlo… Agamben parece querer el retorno al estado de civilización que considera existía antes de la actual barbarie, de lo cual se desprende que no quiere la solución que proponía Benjamin.  Es a fin de cuentas conservador.

Mas allá de la idoneidad del retorno a la situación anterior, la cuestión de cómo contribuye un juicio absoluto, infalible e incontestable a dicho retorno o a cualquier otra cosa que se demande, me es poco clara a menos que el reconocimiento por parte de todos los italianos de su culpa tuviese efectos expiatorios, además de inmediatos, en la situación jurídica.

Breve genealogía del sintagma: “El riesgo que no se podía especificar”

El nacimiento de la expresión: “El riesgo que no se podía especificar”, usado por el autor en “Una pregunta”, es muy fácil de reconstruir y hay que hacerlo antes de que desaparezca como si nunca hubiese sido pronunciado o escrito.

Todo comenzó con el primer infortunio, la publicación de “La invención de una epidemia”.

No se sabe por qué el autor abre aquel texto basándose en la información que le provee una de las instituciones culpables de separar la vida desnuda de la vida espiritual, como lo es el Consiglio Nazionale delle Ricerche; lo cierto es que el autor usa aquella información para afirmar que no hay tal cosa como una epidemia de Covid-19 en Italia. La estrategia era minimizar el riesgo, que para aquel entonces sí se podía especificar:

“La infección, según los datos epidemiológicos disponibles hoy en día sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos”. En el 10-15% de los casos puede desarrollarse una neumonía, cuyo curso es, sin embargo, benigno en la mayoría de los casos. Se estima que solo el 4% de los pacientes requieren hospitalización en cuidados intensivos”.

Se trataba, pues, de una gripecita: Bolsonaro aplaude.

Es de señalar que los datos relativos a la cantidad de hospitales, profesionales de la salud, camas, unidades de cuidado intensivo, equipos y material médico; aquellos que dan cuenta del estado de salud de la población en sus diversos estratos, de la magnitud de población vulnerable o “de riesgo”; e incluso aquellos datos básicos para determinar adecuadamente el riesgo como los relativos a la velocidad de propagación del virus y sus formas de contagio; todo esto, no tuvo entonces la menor importancia.

La reacción contra aquel desatino fue rápida y hasta en exceso directa: “Está usted desconociendo el riesgo y con este el peligro. Usted es peor consejero que el miedo”, dijo J. L. Nancy, palabras más, palabras menos.

Pero, en principio, el obispo no se amilanó y en su auxilio llegaron pronto sus parabolanos, y se escribieron textos largos y a la vez dramáticos y llenos de pasión comparando la tasa de mortalidad del Covid-19 con cuanta enfermedad haya existido y exista actualmente, a lo que se sumaron, además, datos de otros fenómenos sociales que hacían parecer la cantidad de muertes por la pandemia actual como una minucia despreciable.

Por su parte, la saturación del sistema de salud italiano se explicaba por la cobardía y la estupidez de los italianos agenciada por los medios de comunicación y el Gobierno. En auxilio de la causa se llamó a cuanto médico y epidemiólogo hubiese que negara la gravedad de la situación.

Entretanto, Agamben publica “Aclaraciones”, en el cual por fin reconoce que algún riesgo hay, aunque insiste en relativizarlo: “Ha habido epidemias más graves en el pasado, pero a nadie se le había ocurrido declarar por esto un estado de emergencia como el actual, que incluso nos impide movernos”.

Luego, unos días después, y aunque inmovilizado, da una entrevista en la que afirma ya con más tino:

“No soy ni virólogo ni médico, y en el artículo en cuestión [“La invención…”], que data de hace un mes, me limitaba a citar textualmente lo que entonces era la opinión del Consejo Nacional de Investigación italiano [¡la culpa es de la vaca!]. Pero no voy a entrar en las discusiones [¿para qué discutir cuando puede culpar?] entre los científicos sobre la epidemia [cuando ya se había declarado pandemia]; lo que me interesa son las gravísimas consecuencias éticas y políticas que se derivan de ella [debió decir: culpas]”.

Llegamos así al nacimiento de la expresión “el riesgo que no se podía especificar”, la cual ve la luz por algo distinto que justificar aquel primer desatino. Con su introducción Agamben no quiere decir que él se equivocó porque no supo cómo calcular el riesgo, tampoco que las instituciones médicas y/o políticas se equivocaron por la misma razón, sino que la sociedad actúa cobarde y estúpidamente frente a un peligro indefinido, que no se puede determinar con exactitud, y que es más que riesgo, miedo, pánico, autoengaño, compulsión ciega, irracional, desproporcionada. [3]

Recalcamos que la posibilidad de determinar el riesgo y actuar en consecuencia viene a ser lo opuesto de dejarse aconsejar por el miedo, es decir, determinar un riesgo es objetivar el peligro, ponderarlo racionalmente. Pero para la posición de Agamben es esencial que el riesgo no pueda determinarse, que permanezca siempre en el estatus “de riesgo que no podía ser especificado”.

Con la expresión en cuestión, ¿no sucede como si la imposibilidad de especificar el riesgo hubiese acontecido directamente en el pasado?, ¿no sucede como si el momento en que hubiese sido posible determinar el riesgo nunca fue presente, sino siempre pasado?, ¿no sucede como si fuese imposible actualizar cualquier determinación del riesgo?, ¿no es como si se estuviese condenado a no poder determinar el riesgo? [4]

Si el riesgo hubiese sido especificado y, más aún, si pudiéramos suponer, contra Agamben, que los italianos actuaron y actúan con base en una determinación más o menos autónoma de los riesgos (no solo epidemiológicos, sino sociales, políticos, económicos, etc.) [5], se abriría la posibilidad de que hayan sido ellos quienes fijan un criterio en cuanto a lo que es tolerable en términos de sacrificios o renuncia temporal a sus derechos, y ya no tendríamos enfrente a una nación (y a un mundo) de estúpidos y cobardes.

Además, en la medida en que la sociedad, cada una de sus gentes, reconoce que hay un riesgo determinado, y por ende un peligro para la propia vida y la de los seres queridos, podemos responder al pensador italiano que en realidad se pone en cuestión la capacidad del Estado para proteger frente a ese riesgo y, con esto, su capacidad de obligar. Si, entonces, el poder recurre al derecho excepcional, esto es para actualizar su autoridad, para afirmar públicamente que sus ciudadanos no están en una situación de desprotección en la cual cada quien tendría el derecho y el deber de velar por sí mismo.

Para decirlo sintéticamente: la reacción de los italianos (y no solo la de los que pueden cumplir con las medidas de distanciamiento social) frente a la pandemia de Covid-19 no afirma, y menos de forma incontestable, que se haya renunciado a decidir lo que es ética y políticamente aceptable, más bien indica que la capacidad del Estado para proteger está siendo cuestionada por los ciudadanos que buscan, como pueden, protegerse.

Que, por una parte, sientan y calculen que deben cuidar su nuda vida, parece coherente con el hecho de que sin esta vida no hay de la otra, por lo menos en el plano mundano. Por otra parte, nadie que ha podido aislarse teniendo recursos suficientes, lo ha hecho de tal manera que solo intente garantizar su respiración.

Que, por la otra, se acaten las órdenes de la autoridad y acepten las limitaciones a la movilidad impuestas, no significa necesariamente que se esté actuando porque la autoridad lo manda ni, menos, que se haya renunciado a decidir cuándo efectivamente tales medidas protegen y cuándo no.

Uno puede preguntarse, ¿cómo sabe Agamben que hay un derrumbe moral, ético y político de toda la sociedad italiana?, ¿cómo está tan seguro de que sus compatriotas renunciaron unánimemente, no ya a sus derechos, sino a su fuero íntimo? Lo sabe porque han aceptado, según él, vivir en la barbarie cuando antes vivían en la civilización, dado que no se han opuesto a las medidas excepcionales. Pero no hay una relación directa entre aceptar el aislamiento social impuesto y renunciar a los derechos ni a la potestad de decidir en última instancia sobre la propia seguridad y protección. Para decirlo claramente: se acepta lo que se manda porque de momento parece lo conveniente.

No está de más decir que por lo que se puede ver en los medios digitales no hay mucha evidencia de que los italianos hayan renunciado a nada. Aquí y allá hay protestas e intentos de apropiación de los bienes esenciales, de todas partes salen propuestas para limitar la intervención estatal y crear condiciones que permitan superar la situación en términos igualitarios. [6]

Sin embargo, llega a ser significativa la indolencia de parte de Agamben con todos aquellos italianos que no pueden aislarse y deben arriesgarse al contagio poniendo en peligro a sus seres queridos y en general a la nación. Es decir, que una gente pueda calcular un riesgo y aislarse por voluntad propia, una que de momento no encuentra interés en oponerse a la autoridad, es en realidad algo positivo, signo de autonomía. El verdadero problema lo plantea el de todos aquellos que no pueden aislarse a pesar de que su cálculo del riesgo les indica que sería lo mejor. Así, nuestro obispo parece desconocer que en regiones de su país el Covid-19 se ceba con las clases trabajadoras, que a las autoridades de estas localidades las tiene sin cuidado el aislamiento social y se concentran en recrear las condiciones para que continúe la explotación sin miramientos a la vida espiritual y/o biológica.

De paso, pregunto, ¿existe el capitalismo para Agamben?, ¿para él tiene algo que ver con lo que sucede y con la aplicación concreta de los estados de excepción? [7]

Más allá de la situación planteada por el Covid-19, la expresión “el riesgo que no se podía especificar” me parece que obedece a una necesidad de la teoría de Agamben sobre el estado de excepción, ya que esta tiene como presupuesto la negación de todo acontecimiento que no sea obra del poder soberano. Así, de acuerdo a sus tesis, desde hace milenios lo único que sucede sobre la faz de la tierra es, a fin de cuentas, obra del soberano que decreta el estado de excepción, para lo cual recurre a construir falsos estados de necesidad, falsas pandemias, falsos enemigos, todo esto, para aprovecharse del miedo y suspender los derechos.

Para terminar esta parte, quiero aclarar que si me he referido a los italianos a lo largo de todo el texto, esto se debe a que el autor ha circunscrito la mayoría de sus artículos a la situación de aquel país.

Una respuesta a la pregunta de Agamben

Si tuviese que responder a la pregunta, “¿Cómo puede ser que un país entero [Italia] se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta?”,  lo haría así:

No todo.

Todo no es culpable ni la culpa lo decide todo.

No todos los italianos se han derrumbado ética y políticamente, no todos, y quizás ninguno, han abdicado a sus principios éticos y políticos; para muchos italianos y ciudadanos de los diversos Estados del mundo la actitud asumida no es absoluta, lo que quiere decir que si bien implica el acatamiento de limitaciones no se desea que dichas limitaciones duren por siempre ni que se esté dispuesto a soportar que así sea más allá de cierto límite, por demás variable, según la situación de cada quien y su contexto.

El poder de los Estados y los medios de comunicación no es absoluto, no todo acontecer está sometido a sus designios. Tampoco hay un poder único, unívoco y total que gobierne Italia, ni menos el mundo. Es más, el acontecimiento es siempre el no-todo que desafía a la soberanía.

Los Gobiernos bien pueden crear la figura del terrorista para criminalizar a sus adversarios políticos y tratar de aprovecharse de la situación para suspender derechos, pero esto no implica que los conflictos no sean reales, que existan amenazas concretas, enemigos u opositores efectivos, uno puede estar con unos o los otros, puede incluso ser neutral, pero no puede hacer como si la situación se redujese a una invención del poder que gobierna. Además, la criminalización del enemigo no es absoluta, dependerá de un juego de fuerzas, y lo mismo sucede con las medidas excepcionales. [9]

Por más radical que sea un estado de excepción no puede suspender todo el derecho. Ni siquiera si la suspensión es in toto. El no-todo se expresa aquí en el hecho de que la potestad para decidir cuándo en efecto el soberano protege siempre estará, en última instancia, en manos de los protegidos y, por ende, también el derecho a rebelarse.

La relación entre la nuda vida y lo propiamente humano que aquella vida soporta no es tal que defina un absoluto, como si sumáramos dos partes que en su conjunto forman un todo armónico y coherente. La vida humana es también su acontecer, el suceder de todo lo que la afecta, pero es también su darse mediante la puesta en juego de la vida desnuda frente a su límite absoluto que es la muerte, acontecimiento entre los acontecimientos.

La cuestión no es negar que existe algo más que la posibilidad de que los diversos poderes concretos (incluidos los Estados) que pululan el mundo traten de aprovechar la situación para sus fines. Los Gobiernos, seguramente, quieren aprovechar una coyuntura que de otro modo sería pura pérdida, y el capital, quien verdaderamente gobierna, seguramente quiere más. Existe el peligro concreto y un riesgo determinable de que los poderes en juego traten de aprovechar la suspensión de derechos para fines diferentes a los sanitarios y, en general, a la protección y abastecimiento de los ciudadanos.

Pero para poder actuar en consecuencia es imprescindible reconocer, además de conocer, el acontecimiento que determina la situación y que hace parecer sencillamente impotente la prerrogativa que los Gobiernos, el soberano, se atribuyen para decidir en última instancia sobre la normalidad o excepcionalidad de una situación.

La cuestión ético-política imprescindible en la actualidad es la de contribuir a saber cómo podemos los ciudadanos de los diversos Estados del mundo aprovechar una situación altamente peligrosa pero, por eso mismo, rica en posibilidades.

Allí donde se ve una multitud abatida, el derrumbe moral y político de una república, hay que ver Gobiernos asustados, aunque no por eso menos activos, tal como cabría esperar de lo vivo. Allí donde los Gobiernos se esfuerzan en mostrar que hacen todo lo que pueden para proteger, la gente busca como puede las formas de ejercer sus derechos, no poniendo como límite los deseos del Gobierno, sino los suyos propios.

¿Cómo hacer en esta situación para articular voluntades diversas y multitudinarias a los trabajos y las luchas necesarias para realizar lo que podamos poner en común de nuestros deseos e intereses? ¿Cómo hacer para no retornar a la situación previa al Covid-19, la cual no se caracterizaba precisamente por la vigencia de los derechos? ¿Cómo evitar que el capital y los malos Gobiernos se aprovechen de la situación? Todas estas preguntas me parecen mucho más pertinentes que la planteada por Agamben con todo y que él haya invertido mucho tiempo en formularla.

Como vimos no se trataba en realidad de una pregunta, sino de darse, algo tramposamente, la oportunidad para emitir un juicio absoluto y definitivo que nos encuentra a todos, yo ya me asumo italiano, como culpables de la barbarie.

Me permito, para terminar, replantear la pregunta de Agamben, de tal forma que sean ustedes quienes tengan la absoluta prerrogativa para responderla:

¿Creen que las medidas de su Gobierno, en particular aquellas que afectan sus derechos, sobrepasan el límite de lo tolerable ética y políticamente?

Notas y referencias:

[1] Si alguien o alguien afirmasen: “Nosotros, xyzt, ciudadanos de tal país, miembros de tal nación, queremos, deseamos que las medidas excepcionales sean solo temporales y adecuadas a la situación epidemiológica”, ¿por eso estarían actuando de mala fe?

[2] Aquí la octava tesis: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que le corresponda. Entonces tendremos ante nosotros la misión de propiciar el auténtico estado de excepción; y con ello mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo; cuya suerte consiste, no en última instancia, en que sus opositores se le oponen en nombre del progreso como norma histórica. El asombro por que las cosas que estamos viviendo ‘todavía’ sean posibles en el siglo XX no es filosófico: no es el comienzo de ningún conocimiento; a no ser del de que la idea de historia de que procede es insostenible”. https://www.elviejotopo.com/topoexpress/tesis-de-filosofia-de-la-historia/

[3] En “La invención de una epidemia”, Agamben explica la situación no solo por la cobardía y la estupidez, sino además por una especie de afición al pánico que tendrían muchos individuos: “El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.”

[4] Más allá, si usted está en una situación que le parece peligrosa, pero no puede determinar si es muy o poco peligrosa, ¿qué haría? ¿Actuaría como si no hubiese peligro alguno, tomaría solo algunas previsiones, actuaría como si el riesgo fuese el mayor que se puede imaginar? Es seguro que no puede hacer las tres cosas a la vez, pero que algo hará.

[5] Al referirme a un cálculo más o menos autónomo del riesgo no quiero ser demasiado estricto con el uso de la palabra “cálculo” o “racional”. Quiero reivindicar sobre todo la capacidad de cada quien de decir qué es y qué no es un riesgo y en qué medida. Si determinada persona concluyó que el riesgo era alto y que se debe a la influencia de las antenas de tecnología 5G disponiéndose entonces ha de derribarlas por su propio bien o el bien común; para mí lo importante no es si está errado o no en sus cálculos o si son racionales, sino que llegó a esta determinación por sus propios medios y como una prerrogativa suya.

[6] Recomiendo mucho más este, aunque no es de un tialiano: http://lobosuelto.com/ocho-preguntas-y-respuestas-sobre-el-ingreso-minimo-ciudadano-o-renta-basica-pablo-bergel/

[7] Este artículo me parece crucial, no para saber qué piensa Agamben del capitalismo (aunque el título parece dedicado), sino para plantear y en parte responder las preguntas formuladas sobre el vínculo entre capitalismo y estado de excepción: http://lobosuelto.com/maurizio-lazzarato-es-el-capitalismo-estupido/

[8] En su obra “política” este término es menos específico, pero opera en la “crítica” del estado o situación de necesidad. Si entrecomillo “crítica” es porque el autor no realiza una auténtica crítica, sino una negación.

[9] Cito aquí un fragmento algo largo de “Para una crítica de la violencia” de Walter Benjamin que me parece instructivo:
“La clase obrera organizada es hoy, junto con los Estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia. Contra esta tesis se puede ciertamente objetar que una omisión en la acción, un no-obrar, como lo es en última instancia la huelga, no puede ser definido como violencia. Tal consideración ha facilitado al poder estatal la concesión del derecho a la huelga, cuando ello ya no podía ser evitado. Pero dicha consideración no tiene valor ilimitado, porque no tiene valor incondicional. Es verdad que la omisión de una acción e incluso de un servicio, donde equivale sencillamente a una ‘ruptura de relaciones’, puede ser un medio del todo puro y libre de violencia. Y como, según la concepción del estado (o del derecho), con el derecho a la huelga se concede a las asociaciones obreras no tanto un derecho a la violencia sino más bien el derecho a sustraerse a la violencia, en el caso de que esta fuera ejercida indirectamente por el patrono, puede producirse de vez en cuando una huelga que corresponde a este modelo y que pretende ser solo un ‘apartamiento’, una ‘separación’ respecto del patrono. Pero el momento de la violencia se presenta, como extorsión, en una omisión como la antedicha, cuando se produce respecto a la fundamental disposición a retomar como antes la acción interrumpida, en ciertas condiciones que no tienen absolutamente nada que ver con ella o modifican sólo algún aspecto exterior. Y en este sentido, según la concepción de la clase obrera –opuesta a la del Estado–, el derecho de huelga es el derecho a usar la violencia para imponer determinados propósitos. El contraste entre las dos concepciones aparece en todo su rigor en relación con la huelga general revolucionaria. En ella la clase obrera apelará siempre a su derecho a la huelga, pero el Estado dirá que esa apelación es un abuso, porque –dirá el derecho de huelga no había sido entendido en ese sentido, y tomará sus medidas extraordinarias–. Porque nada le impide declarar que una puesta en práctica simultánea de la huelga en todas las empresas es inconstitucional, dado que no reúne en cada una de las empresas el motivo particular presupuesto por el legislador. En esta diferencia de interpretación se expresa la contradicción objetiva de una situación jurídica a la que el estado reconoce un poder cuyos fines, en cuanto fines naturales, pueden resultarle a veces indiferentes, pero que en los casos graves (en el caso, justamente, de la huelga general revolucionaria) suscitan su decidida hostilidad”.

Este texto fue publicado originalmente en la revista cultural MenteKupa.

Comentarios