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Aquí la comunicación juega un papel estelar, ya que constituye el campo mismo donde se desarrolla esta dinámica, protagonizada por los tres términos enunciados arriba. En primer lugar, la transparencia. De nosotros se exige que seamos cada vez más transparentes. No debe haber nada oculto en nuestro comportamiento, todo debe poder ser auditado. Si piensas algo, es tu deber decirlo, difundirlo y dejarlo “claro”. “Si no te manifiestas, después no podrás quejarte”. Es la forma de “ejercer” la ciudadanía. Así mismo, vivimos en una era de la “posprivacidad”: todo lo que no se somete a la visibilidad es sospechoso. Está cada vez menos claro si tienes derecho a mantener en secreto tu vida. Y menos claro aún es si la gente en realidad “desea” esa privacidad. Desde que "todos somos comunicadores” a partir de la web 2.0, el impulso dominante es a “publicar” más que a ocultar. Estados de ánimo, momentos familiares, rutinas de ejercicio, escenas laborales, situaciones personales, todo tiende a ser compartido en las redes sociales. Tal y como lo exige la dinámica del sistema, que necesita de nosotros transparencia mediante un permanente estado de “exposición”. Y este es el segundo vértice del triángulo.
La hipervisbilidad y la hipercomunicación imponen la valorización de la “imagen”. Solo es valioso lo que se ve, lo que circula y lo que se “re-produce”. El ser es desplazado por el “verse”. Así, el deseo de las personas de “exponerse” en público aporta, según las cuentas del sistema, cierta “legitimidad” a la forma en que las empresas e instituciones hacen uso de los datos generados por nuestro comportamiento en el mundo digital. Lo que hacemos, lo que compramos, lo que vemos, lo que escribimos, lo que conversamos, lo que guardamos, lo que nos gusta y lo que no, todo, es procesado y aprovechado. Esta información es una de las “materias primas” más valiosas de la economía actual. Ya que exponemos continuamente nuestros intereses y hábitos, estos “datos” son negociados por “mercaderes” con quien esté interesado en captar nuestra atención, bien escaso hoy en día ante la exagerada sobreoferta de información.
Existe toda una “economía de la atención”. Corporaciones, políticos y propagandistas participan en una subasta cotidiana por vehículos (datos) que faciliten el acceso a la atención de la población, esa porción de tiempo en que escapamos de nuestro estado permanente de distracción para consumir una determinada información. Es la forma de acceder a nuestras mentes, de lograr depositar sus ideas (mercancías) en nuestras vidas. Esta dinámica es la que mueve nuestro mundo y determina la forma en que nos relacionamos y la forma en que vivimos.
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