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Los entusiastas del big data hablan de que se impone una primacía de la correlación sobre la causalidad. Es decir, tener acceso a saber el “qué” se hace más importante que gastar tiempo y esfuerzo identificando el “por qué” de ciertos fenómenos. En cualquier caso, la investigación causal tendría un lugar posterior al hallazgo de la correlación, que a su vez arrojaría luces para la búsqueda de las causas, en caso de que sea útil e imprescindible. Esto suena muy bien para efectos comerciales y quizás para muchas otras áreas. El problema es cuando estos principios se pretenden aplicar al campo de la sociedad.
A la hora de establecer una perspectiva sobre algún fenómeno importante en el campo de la cultura, se pudieran instalar “verdades absolutas”, basadas en correlaciones de datos, que convenientemente justifiquen determinadas decisiones desde el poder. No habría cabida para la visión crítica, ya que la “objetividad” y la “exactitud” de los datos estaría por encima de la “subjetividad” y la “tendencia al error” del ser humano. La primacía de la correlación sobre la causalidad pudiera allanar el camino a la instalación de una visión “mágico-científica” de la cultura, que aunque suene contradictorio es totalmente factible desde el momento en que te digan: “No hay explicación para esto, simplemente debes aceptarlo porque fue ‘revelado” por los datos”. El parecido de este escenario con la forma medieval del conocimiento, donde la verdad era “revelada” por Dios, por tanto no cabían cuestionamientos, es bastante elocuente.
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